por M.B.
Autor: W. Shakespeare.
Director: Carlos Aladro
Producción: Teatro de La Abadía
Teatro de La Abadía, Sala Juan de la Cruz
12 de abril de 2009
A pesar de que prometí mi ausencia en futuros montajes de este director, cosa de la que yo no me acordaba y se ocupó de recordarme hace nada t.d.p., vi otro. Y no salí tan escarmentado como del anterior, de El cuerdo loco. A pesar de que hacían cosas de esas que me sacan de la obra, del teatro y del país casi. Cosas como hacer que se toman latas de red bull (el equivalente a aquellas botellas azules de la anterior obra), como coger el casco de la moto y la chupa de cuero, para acompañar a la frase "que me voy", como esos consoladores tan actuales (digo yo), como esos gorritos con los que inexplicablemente salen todos a saludar, con un aire a despedida de soltera digna de las chirigóticas… Misterios de la vida que han hecho que estas cosas aparezcan en la función, a pesar de que, como dice, supongo que acertadamente j.b., participante en la función, el director se estudia a fondo el texto y es un buen contador de historias, es decir, busca la manera de que la historia nos llegue, nos acerca la historia para que no nos sea difícil entenderla… Yo me la había leído antes, pero aunque no lo hubiera hecho, quizá no sería necesario ver que una mujer que hace de hombre lleva en una bolsa consoladores, para ilustrarme su oficio en mi cabeza. La manera que tiene este director de hacernos llegar el texto me parece poco premeditada. A él quizá le parezcan ideas geniales en el momento en que se le ocurren, pero a mí no dejan de parecerme, una vez pasado el tiempo de esa ocurrencia, meros chistes burdos y soeces que no acompañan al texto y que quizá lucieran más en el teatro Alfil, paradigma del "teatro cochino" actual en esta ciudad. A veces me parece que el director estudia a fondo el texto y luego se lo toma a guasa, que entre ese estudio del texto y la recepción por parte del público, se pasa todo por el tamiz de su guasa. Pero bueno, es su opción. Y es mi opción que eso no me guste nada, o no compartir su misma guasa.
Con actores buenos que doblan papeles y alguno no tan bueno, y entre crisis o no crisis, la función avanza sobre la superficie de un submarino (alguien me lo había dicho antes de ir) que hacia el final hace aguas (o sangres) o en la boca de un gran sistema de alcantarilla que muestra todas nuestras podredumbres, mostrando la doblez de cada corazón humano. Cosa que me gustó bastante, por ejemplo, fue el motivo intuido y luego comentado con j.b. que tiene el duque para irse, después de pasar la noche con prostitutas (una al menos), y borracho decide partir, dejarlo todo en un punto en el que no encuentra quizá vuelta atrás, dejando el poder en una persona de confianza, y observarlo todo desde lejos, disfrazado de fraile. Mientras, al final, y ante su corte, niega toda esa escena de prostituterío y alcohol que todos hemos visto (y que no creo recordar en el texto), y queda como un santo varón. Esa es su doblez. Vaya palabras uso hoy. Y al irse, en su borrachez, deja olvidado un zapato, como muestra del poder antiguo, y que el juez (mudo) utilizará como el típico martillo de juez, y como arma arrojadiza ante algún malandrín. Mientras, el duque/fraile se pasea con sotana, una sandalia en un pie y el otro zapato en el otro pie. Me gustó mucho este gesto.
Cuando uno entra a la sala, y se sienta, alrededor del escenario, oye una especie de música tenebrosa (y en intermedio pajaritos), y lee proyectado sobre la pared del submarino el título de la obra. Por si acaso nos habíamos confundido, como este teatro tiene dos salas… Que no será por eso, pero ese recurso de la proyección le sirve para marcarnos también sobre la fachada submarinil el nº de acto en el que nos adentramos, y unas frases en castellano que se oyen por altavoces en inglés, al principio, y unos cuadros de santos y vírgenes, entre los que reconocí uno de Ribera, y me acordé de mi vida viendo y cuidando cuadros; esa es otra muestra más de todas esas cosas que un director cree que le ayudan a contar su historia y a mí me ayudan a contar la mía, en esta caso mi vida con los cuadros de Ribera. Y las músicas que se oyen durante la función, por ejemplo, esa latina de "que la vida es un carnaval y las penas se van cantando" y la melodía de Alfred Hitchcock presenta que baila j.b. a modo de tango con otro actor, entre otras, son de lo más variopintas, como se puede ver. Reivindico la utilización de, si no música original, otra preexistente no tan conocida que se adapte a lo que se quiere contar, no necesito ver un Shakespeare y imaginar la barriga del señor Hitchcock, gracias, y recordar esos relatos de Roald Dahl, que yo me leí una vez y luego los vi hechos cine en esos epsisodios de aquella serie, blablabla... ¿No será que yo no puedo concentrarme en el teatro, no será que el problema es mío? ¿Qué es eso de poner música archiconocida, que todos asociamos a otros momentos (y cada uno a uno distinto), un guiño, un homenaje, un signo de erudición…? No lo sé, por ahora. No sé nada.
Y por ahora no se me ocurre nada más, espero no haber sido demasiado cruel, de cualquier modo disfruté bastante, cosa que no hice con El cuerdo loco, y contribuyó al disfrute la posterior charla con j.b. sobre su función. Y aquí pongo esto para que lo lea alguna vez j.p., que me ha preguntado varias veces hoy que qué me pareció, pero yo le he hecho chantaje y no se lo he dicho.
M.B.
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